martes, 30 de marzo de 2010

El Tesoro de Guayacán (Parte 1).

Un día de 1926 llega a las costas de la bahía de Guayacán, en Coquimbo, un velero negro, del que desembarcan personas de diversas nacionalidades.

La presencia de tantos extraños en la playa atrajo a curiosos lugareños que deseaban averiguar el motivo de aquel insólito desembarco. Uno de estos, Manuel Castro, campesino que proveyó a los visitantes de agua y víveres, pudo imponerse que se trataba de ubicar un tesoro enterrado siglos atrás por un pirata miembro de la Hermandad de la Bandera Negra y una mina de oro trabajada por esos mismos piratas. Durante un tiempo se vió a los aventureros cavar febrilmente las arenas y explorar los roqueríos. Nada encontraron y al cabo de algunos días volvieron a su barco. Nunca más se supo de ellos.

A Manuel Castro, como buen coquimbano, la leyenda del tesoro le sedujo de inmediato. Convencido de su veracidad, le contó a su hermana Rita lo que sabía y ambos se concertaron para buscarlo. Cuatro años estuvo Manuel, con ánimo incansable, cavando y husmeando en la playa y roqueríos. Vendió, igual que su hermana, las pequeñas propiedades familiares y los bienes prescindibles. Ella y él vivieron sólo para la búsqueda.

En 1930 comenzaron los hallazgos, que aunque no riqueza en sí, les ayudaban a mantener la ilusión. Un día Manuel encontró una olla de greda, justo dos metros bajo una de las rocas. Al abrirla apareció una plancha de cobre grabada con una serie de signos y dibujos, entre los cuales reconoció una carabela, un cañón y una rosa.

Jadeante, mostró el hallazgo a su hermana. Rita sabía leer, pero no pudo entender lo que estaba escrito. Meditaron angustiosamente lo que debían hacer, hasta que resolvieron consultar a un "caballero extranjero". Este caballero, cuyo nombre y circunstancias se ignoran, sacó una copia a la plancha y la envió a Buenos Aires para su traducción. Había que esperar.

Entretanto, los hallazgos continuaron. Primero, otra vasija, de menor tamaño que la anterior: contenía un rollo de pergaminos. Después, un pequeño tesoro: Una virgen de oro, de unos 30 cms de alto y un peso de diez a doce kilos; un ídolo de oro, mucho menor; una estrella judía y una moneda griega de la época de Pericles.

La fortuna sonreía a los perseverantes hermanos Castro.

Manuel instaló las figuras en un altar erigído en su casa, mas uno de sus hijos comenzó a sufrir una extraña fiebre. Se asustó mucho, porque había oído comentar desgracias sufridas por los descubridores de la tumba del faraón Tutankamón. Poco demoró en relacionar la enfermedad del pequeño con las figuras de Guayacán. Temeroso de una brujería, las guardó en un cajón y las entregó a un amigo. Al poco tiempo había desaparecido la fiebre del hijo, pero también había desaparecido el amigo con las figuras.

El Tesoro de Guayacán Parte 2.
El Tesoro de Guayacán Parte 3.

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